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Viviendo a machetazos

  • Foto del escritor: Sara Toro Ramos
    Sara Toro Ramos
  • 30 jul 2018
  • 5 Min. de lectura

Misiones no solo era para mí un espacio donde podía ir a servirle a personas que estaban totalmente olvidadas, sino, un momento en donde lograba hacer una pausa en mi vida, reflexionar y encontrarme conmigo misma.



Por: Sara Toro Ramos


Era 10 de agosto de 2014 cuando estaba en la vereda Ferrería del municipio de Amagá, como siempre, éramos un grupo de alrededor de 6 novicias y 8 voluntarios que íbamos a hacer servicio social y a dar un poquito de alegría. A veces nos quedamos en la iglesia o en la escuela de la vereda, pero, generalmente, dormíamos en la casa abandonada de doña Alicia, una señora de 72 años que confiaba en nuestra voluntad de servir y nos la prestaba con mucho amor.


Hacía mucho calor, las hojas de los árboles no se movían y cada carro que pasaba levantaba una nube de polvo de la carretera destapada. Estábamos afuera de la casa porque los niños habían sido citados a las 3 de la tarde para jugar un partido de fútbol y ya empezaban a llegar. Yo estaba con Laura, una niña de siete años de ojos cafés y cabello claro, que siempre que iba nunca me soltaba. Todos nos querían y respetaban, por lo que siempre el ambiente era muy familiar, tranquilo y acogedor.


De repente escuché unos gritos y el llanto de Laura junto con el de su hermano Matías, de 5 años, y Santiago, de 2 años. Ella los abrazaba, pero, de igual forma, no paraba de gritar y de decir: "¡Mami, no, mami, no!". Todo ocurrió tan rápido que todavía no había alcanzado a entender realmente qué estaba pasando, solo escuchaba llantos y veía a todos mis compañeros corriendo hacia donde estaban los niños.


Levanté mi mirada hacia la loma que estaba al lado y vi que bajaba una señora, despelucada y con ropa de casa, que perseguía a un señor con un machete mientras le decía: "¡Te voy a matar desgraciado, te voy a matar!". Él tenía sangre en su cara y en la camisa de cuadros blanca con gris que llevaba puesta. En medio de la confusión pude entender que aquella señora y aquél señor eran los padres de los tres niños que no solo temblaban del miedo por ver a su padre lleno de sangre, sino, por ver a su madre con semejante arma amenazando a su esposo.


Un voluntario cogió a los dos niños pequeños y los entró a la casa. Laura salió corriendo a abrazar a su papá, se puso delante de él y le gritaba a su mamá que por favor no fuera a hacer nada. Los vecinos del sector gritaban: "Doña Esperanza, no vaya a cometer ninguna locura, tranquilícese". En ese momento, Marisol, la monja a cargo de todos, se paró en medio de los dos y comenzó a decirle a la señora que por favor recapacitara, que ella los iba a ayudar y que entendiera que ahí estaban sus hijos también.


Mientras esto ocurría, otro voluntario y yo nos ubicamos detrás del señor para tratar de hablar con Laura y decirle que se entrara para la casa, pero esto no funcionó, pues ella no nos escuchaba y lo único que hacía era gritar. El papá trataba de hacerla a un lado pero tampoco se dejaba apartar. Pasaron alrededor de 20 minutos en medio de la confusión y de que la señora siguiera gritándole a su esposo: "¿No pues que era tan machito? Véngase infeliz, degenerado".


Me temblaban las manos porque Doña Esperanza tenía una mirada de odio y cualquier movimiento en falso la descomponía mucho más. En un momento esta le gritó a Laura que se entrara con sus hermanos y, en ese instante, aproveché a agarrarla del brazo y decirle al oído que sus hermanitos necesitaban que estuviera con ellos. Laura aceptó y la llevé de la mano hacia adentro de la casa.


Cuando entramos, sus hermanos seguían llorando y había varias personas tratando de calmarlos con agua panela con limón. Al verla corrieron a abrazarla y el mayor le preguntó qué estaba pasando. Ella, en medio del llanto, solo repetía: "Mi mamá me advirtió que iba a hacer esto, ella lo va a matar, yo tengo que hacer algo para evitarlo, pero es que mi papá se lo buscó".


Dos voluntarios se encargaron de los niños pequeños y yo me quedé con Laura tratando de calmarla y de entender qué era lo que estaba pasando. Estábamos sentados en el sillón y ella solo intentaba correr la cortina de la ventana para lograr ver hacia afuera, aunque yo trataba de impedírselo. Cuando pude lograr que se calmara un poco me contó que su padre tenía otra mujer que su mamá ya que había dado cuenta, además, él no trabajaba, se la pasaba viendo televisión y nunca le ayudaba con el otro bebé de nueve meses que tenían. Pero, lo más grave, era que él le pegaba a la señora y a los hijos, por lo que la mamá había prometido que la próxima vez que su esposo le tocara un pelo a cualquiera lo iba a matar a punta de machete.


Laura solo decía que demás que habían tenido una discusión, pro la cual, él le pegó y esta se acordó de la promesa que había hecho y la iba a cumplir. Ya eran alrededor de las siete de la noche y los niños habían logrado dormirse en el sillón de la casa, mientras tanto, Doña Esperanza y su esposo seguían afuera con Marisol. Yo salí y me quedé alrededor de diez minutos cuando vi que la señora por fin arrojó el machete al piso. Cuidadosamente una novicia se acercó, lo cogió y se lo dio a un voluntario para que lo alejara de ella.


Marisol llegó al acuerdo con Doña Esperanza de irsen una semana para Caldas donde una prima, con el fin de alejarsen de todo. En ese momento, el esposo le decía que no se fuera, que él iba a cambiar. Media hora después la mamá regresó con las maletas a despertar a los niños, les contó que se iban y todos, inmediatamente, comenzaron a llorar y solo preguntaban por su papá. Laura salió corriendo hacia donde él pero una vecina la retuvo. La mamá cogió a los tres del brazo y Marisol sostenía al bebé. Se montaron a un chivero en medio de gritos, llantos y pataletas de unos niños que solo miraban por una ventana cómo dejaban atrás a su padre.


Mis ojos no retuvieron las lágrimas, en ese momento me desmoroné por completo y todos los voluntarios también. Toda la noche fue un silencio total, nadie comentaba nada. Creo que todos estábamos tratando de entender por qué había niños a los que les tocaba crecer en un ambiente familiar así y vivir esas cosas siendo tan pequeños. Esa fue la última vez que vi el rostro de Laura, Matías y Santiago. Volví a Fererría otras veces y nadie, nunca más, volvió a saber qué pasó con aquella familia.

 
 
 

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