Barbacoas
- Sara Toro Ramos
- 30 jul 2018
- 36 Min. de lectura
Calle de taitas y matones, de broncas y entreveros de todos mis amores.

Por: Sara Toro Ramos y Alejandra Pérez
Taitas
Sentado en uno de los andenes tal vez más manchados de sangre, uno de los que ha visto más muertos desde hace un poco más de 25 años, uno de los que ha presenciado más peleas, uno de los que más ha sido testigo de prostitución y de los que más olores ha olido; estaba Gallero, rodeado de amigos y tallando en un pequeño palo de madera una lanza para vender.
Tiene 63 y desde hace 27 años vive en la calle Barbacoas de Medellín, “yo llegué como llega la mayoría de gente, detrás de cualquier aserrín o polvo, a mí me seducía la noche y me sigue seduciendo, los colores, los olores, las putas, los ladrones y los travestís” y Barbacoas era el paquete completo para esos deseos.
Creció en un barrio de tolerancia llamado Arrabal al frente del centro de espectáculos La Macarena y “aunque no hay nadie bien ni mal, mi familia era muy bien”, eran galleros, toreros, corredores de caballos de carreras o futbolistas; nadie se dedicaba al vicio o vivía en la calle.
Se fue a vivir a la américa junto con sus nueve hermanos. Comenzó a estudiar en el colegio de la Universidad Pontificia Bolivariana, pero lo echaron por “loco” e indisciplinado. Terminó graduándose del colegio Samuel Barrientos de la Comuna 13 y allí estuvo trabajando cinco años como profesor de Ciencias Naturales.
Fue el primero de sus hermanos en entrar a la universidad. Era el orgullo familiar. Hizo ocho semestres de veterinaria en la Universidad de Antioquia y Zootecnia en la Universidad Nacional. Al mismo tiempo era monitor del laboratorio de biología de la UdeA, pero no logró terminar porque las ofertas de la vida nocturna y de la calle lo atraparon más.
Empezó viviendo aquí y allá, unos días en la casa y otros en la calle. Se trababa después de salir de la universidad o del trabajo. Poco a poco prefirió entregarse a la calle y al vicio. La calle se convirtió en su familia y además ahí están “los amigos, los que están, los que se han ido, los que han matado”.
Llegó a Barbacoas en la época de los 80, en plena decadencia cuando los “narcos” se apoderaron del sector. Era todo el mundo en contra de todo el mundo, todos querían ser jefes. Nuevas platas, nuevos señores y cada vez más micro tráfico.
En 1921 Medellín comienza a crecer alrededor del Parque Berrío, con cuadras trazadas en una cuadrícula de 80x80, ignorando al Río Medellín, dándole la espalda y creciendo a su largo pero no periféricamente.
288 microcuencas adornaban las laderas de la ciudad hasta que el Estado trajo sus tanques llenos de cemento y las convirtió en más calles y barrios. Entre ellas estaba la quebrada “La Loca”. Una quebrada con personalidad, fuerte, de caudal potente, destructora a su paso, desbordada en invierno pero llena de vida y de vegetación hasta que la taparon, la convirtieron en una calle torcida, la escondieron bajo la Catedral Metropolitana y la bautizaron Barbacoas, nombre curioso, nombre de parrilla.
Por ella pasaba un camino transitado y habitado por indígenas. Ellos, según María Isabel Naranjo en un escrito para el periódico Universo Centro, ponían a secar su ropa en unos palos por encima de la quebrada como una Barbacoa y por eso cuando la taparon no encontraron otro nombre que ponerle.
A pesar de esto, según Pedro Ochoa en el libro Cosas Viejas de la Villa de la Candelaria, asegura que hay otra versión que explica el nombre de la calle y es que como la quebrada La Loca arrastraba piedras, palos y sonaba tan fuerte, creían que era producto de un fantasma llamado Barbacoas. Y se cree que cuando taparon la quebrada querían conmemorar al fantasma que los había acompañado por tantos años y por esto le pusieron así a la calle.
Barbacoas es una calle que para 1.800, por no cumplir con las cuadrículas establecidas, ya sobresalía en los planos de la Villa de la Candelaria junto con diecisiete calles más. Esta era la número 10, el número que 218 años más tarde seguiría significando una de las calles más prestigiosas de la ciudad, con la diferencia de que esta nomenclatura pasaría a estar ubicada en el Poblado y Barbacoas, en pleno centro de Medellín, pasó a estar dividida en tres: Barbacoas-Calle 55A, Barbacoas-Calle 56A y Barbacoas-Calle 57A.
En 1829 el anglicano inglés, James Tyrrel Moore, llegó a Colombia, un país impregnado por la religión católica, en donde el que no lo fuera era visto como el diablo. Por congraciarse con el pueblo, compró unos lotes y se los regaló a la ciudad para que construyeran La Catedral Metropolitana detrás de Barbacoas.
Para los años 50, Barbacoas era de las mejores calles de la ciudad, una elegante, serena y donde habitaban las familias más prestigiosas que querían estar cerca de la Catedral Metropolitana. Al mismo tiempo, los liberales y conservadores comenzaron una guerra ideológica muy fuerte, en donde si algún liberal conocía a algún conservador, o viceversa, se mataban. El pueblo estaba polarizado. Los campesinos empezaron a llegar a la ciudad huyendo de la violencia, en busca de mejores oportunidades, un mejor estudio y una mejor vida.
La estación Ferrocarril de Antioquia recibió a muchos de estos campesinos que veían en la ciudad una mejor vida. Al lado quedaba la plaza de mercado, el Pedrero, los edificios Carré y Vásquez y el café Perro Negro. Lugares en los que dormían, comían, se emborrachaban y el piso siempre estaba tapado de viruta de madera cubriendo la sangre del muerto diario del lugar.
Pilar Velilla asumió ser la Gerente del Centro después de que lideró la transformación del Museo de Antioquia junto con la incorporación de la Plaza de Botero y de haber convertido el Jardín Botánico realmente en un espacio de exhibición y no en un montón de salas con ejemplares importantes para la ciencia pudriéndose en cajas.
Para ella, la degradación del centro se dio en 1987 cuando se construyó el Centro Administrativo La Alpujarra al frente de la plaza de mercado de la ciudad. Esto obligó al Estado a realizar una limpieza del sector, porque a pesar de que hubo un desarrollo urbanístico no se arregló el problema social.
Todas las prostitutas, vendedores ambulantes, ladrones y habitantes de calle fueron sacados de la plaza y a partir de ese momento el centro de la ciudad se convirtió en la plaza de mercado de Medellín.
Barbacoas fue una de esas calles a donde llegaron todas estas personas junto con sus problemáticas. Desde ese momento pasó de ser la calle de los ricos a una calle marginada, una calle a la que Medellín le ha dado la espalda, una calle que no han sabido cómo intervenir, una calle dividida en tres. Una calle torcida para gente torcida.
En la calle ya no es Jorge Rodríguez, ya es Gallero, la persona leal a la que todos respetan, la que tiene muchas historias por contar, muchas personas por ayudar y muchas canciones de Gardel e Ismael Rivera por cantar. Gallero, porque toda su familia siempre se había dedicado a ese arte, porque un día le contó a un pato y él le puso así y porque en la calle el nombre deja de existir y se reconocen es por los apodos. Apodos que se van convirtiendo en un sello único, en el sello que la nueva familia te pone, en el sello que la calle te deja y ayuda a formar.
Cuando se casó con Cristina compraron una casa y tuvieron dos hijos: Agustín y Camilo. Eran una familia unida, feliz y aparentemente inquebrantable. Ahora Agustín está en tercer semestre de diseño en la Universidad Nacional y Camilo está trabajando en Holanda. Lo tenían todo: un buen trabajo, dinero, una esposa que lo amaba y dos hijos para los que era un héroe; “pero la carne es débil y el corazón ciego”.
Se entregó al vicio y se dejó seducir por la calle. Comenzó siendo “uno de esos gamines” que solo le importaba consumir bazuco las 24 horas del día, no comía, no dormía, no se bañaba, solo consumía droga. Se le perdió a la familia por más de quince años hasta que los hijos contrataron a un investigador y lo encontraron en Barbacoas, aunque menos entregado al vicio pero igual de enamorado de la calle.
Gallero ahora solo tiene un morral en el que guarda dos pares de zapatos, dos calzoncillos, dos camisas, dos franelas, un cuchillo, una navaja, una cuchara, una bolsa, una candela y una manta a la que Barbacoas le conoce como la alfombra mágica. Esta le sirve para dormir, de almohada, de sentadero, de cobija, de colchón y hasta de toalla.
Tenía una pistola junto con sus amigos por si algo pasaba pero luego se dieron cuenta que eso de compartir fierros no era buena idea, si alguno la necesitaba simplemente la alquilaría en Barbacoas. El precio varía dependiendo de la vuelta que sea, si es una que vale por hay 4 millones de pesos la pistola va con un puesto importante y no solo le pagan el alquiler sino que también un porcentaje en la repartición de la plata.
Cuando es solamente para un susto, el alquiler puede valer a partir de 50 mil pesos, “por ejemplo ese que pasó ahí llevaba una pistola, uno ya los reconoce y además se le alzó la camisa y se le vio”.
Por Barbacoas también transitan prostitutas, ladrones, locos, habitantes de calle, personas comprando y consumiendo droga, vendedores de confites, de tinto y de jugo de naranja. En la esquina liquidan y guardan los carros de Vive 100, llegan alrededor de las cinco de la tarde para rendir cuentas de lo que vendieron en el día. Les dan un básico de cinco mil y se ganan 200 pesos por cada uno que venden.
Para Gallero La Barbacoas 55A “ahora tiene muchos edificios sellados y pintados con murales lindos, pero antes era de los ricos, luego pasó a gabinetes dentales, de gabinetes pasó a hoteles, de hoteles a inquilinatos y de inquilinatos al vicio. En los hoteles se empezó a vender bazuco y ya el bazuco acabó con todo, esta es la que se ha chupado todo, la que ha vivido todo de frente, a la que le ha tocado lo más berraco”.
En ella empezaron a formarse los antros de vicio, se establecieron los ladrones, llegaron los narcos, los travestis, el micro tráfico y la prostitución; se convirtió en una olla, una olla en donde se estableció un convento de clausura con 12 monjas y por donde pasaban las procesiones de la Catedral Metropolitana. Mientras unos rezaban, los otros pecaban.
Han llegado a vivir más de 80 niños al tiempo, en donde lo único que ven desde pequeños es una calle ensordecedora donde la droga es la comida diaria, donde los ladrones no se esconden y donde la prostitución y la venta de vicio son la forma de ganarse el dinero. Niños que no pueden salir a jugar con un balón, niños que no crecen con libros, niños que no sueñan con ser superhéroes o ir a la luna, niños que crecen sin padres, niños que como María Ángel, que apenas tiene cinco meses y es hija de uno de los jibaros de la calle, no ha olido otra cosa que no sea el humo de la marihuana cuando la sacan a tomar el sol.
Ha sido una calle que a pesar de los problemas sociales ha logrado consolidarse en una familia y según Hernán Sánchez, en entrevista para la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Antioquia, también logró dejarle al país la gloria del ciclismo Martín “Cochise” Rodríguez luego de que cuando estaba trabajando de mensajero en la droguería Santa Clara de esa calle, fuera a llevar un domicilio en bicicleta hasta Manrique y tras el asombro del dueño por la velocidad en la que fue, este se diera cuenta que podría tener un futuro en este deporte. Años más tarde le estaría dando más de veinte victorias a Colombia.
La Barbacoas 56A “es la solapada, supuestamente no pasa nada pero uno sabe que pasa de todo”. Se fue convirtiendo en la calle donde los malandros se escondían cuando hacían las vueltas, porque como las casas tenían salidas a los dos lados, entraban por uno y salían por el otro para que no los cogieran. Luego, se fue convirtiendo en grandes inquilinatos, como la Casa Verde. En el Parque Caicedo, al final de la calle y llegando a la carrera 49, se reúnen los pollos de alrededor de doce años que tienen curiosidad de empezar con la vida trans.
La Barbacoas 57A “es la zona rosa de los gays”. Con la creación de El Machete y otros bares gays, la población LGBTI se fue apoderando del lugar, la fueron haciendo propia y le dieron su propia personalidad. Se reconoció en toda la ciudad como una zona gay declarada.
“Todos sabemos quiénes son los ladrones, quiénes manejan las cosas, pero todo es cuestión de lealtad, si no hay lealtad, no hay nada”. Gallero empezó a ganar dinero para comprar vicio y comida trabajándole a los “capos” de la calle. Les hacía vueltas como ir a mercar, entregarle altas sumas de dinero a algún socio, consignar otra parte, pagar cuentas, ir a los bancos y hacer todas las vueltas legales que ellos no podían hacer.
Ahora, de vez en cuando hace favores, vende las poquitas cosas que talla o cuando llegan los extranjeros les cobran 150 mil pesos, les hacen un tour por el centro y a Gallero le pagan 50 mil para que esté un momentico con ellos, les hable de Barbacoas y les ayude a armar un baretico para que se lo fumen.
“La plata siempre aparece, y más en la calle que ronda el billete, uno no sabe ni cómo aparece pero aparece”. Algunas veces vende alguna talla, otras veces le fían, y otras veces cuando a los muchachos les va bien en la venta del vicio del día, le preguntan cuánto debe para pagar la pieza y sanar las deudas en el restaurante donde suele comer.
Doña Amanda, tiene el restaurante ahí en la esquina de Barbacoas y por tres mil come frijoles o sancocho. Lo máximo que ha llegado a aguantar hambre han sido tres días. La pieza diariamente vale siete mil con baño incluido, pero si no logra conseguir la plata se queda amaneciendo en la calle con “Princesa” y “Junior”, dos perros callejeros que se mantienen paseándose por toda Barbacoas y en la noche buscan refugio en el Gallero.
Algunas veces se queda amaneciendo en la calle cuidando a sus amigos porque “ellos piensan que a mí no me da miedo quedarme en esta calle de noche, pero a mí también me da miedo solo que no le digo a nadie para que crean que no me da”. Él les hace compañía mientras los otros beben alcohol etílico mezclado con bolis o yogurt, no solo porque es más barato sino porque no emborracha, no da tufo, ni guayabo.
El hotel más cachesudo de la calle queda en la mitad de la cuadra, de color rojo, no tiene nombre, pero todo el mundo lo conoce. La noche vale entre 15 mil y 20 mil, es el más aseado, tiene buena cama, agua caliente, televisor y un piso para huéspedes y otro para putas. Las chicas que hacen sus show de estriptis en La Barra Ejecutiva de la calle Maracaibo bajan allí a rematar, se van con sus clientes para la pieza y les hacen shows privados en los tubos de pole dance.
“Yo pago más que todo es por la bañada”, aunque en algunos sitios cercanos a Barbacoas vale dos mil o en los Centro Día de la ciudad es gratis y aparte les dan ropa. Con dos mil también se puede comprar el conjunto que incluye pantalón, camisa y tenis debajo de los viaductos del metro cerca a la estación Parque Berrío. Alquilar una lavadora para muchas personas vale mil pesos la hora. Orinar vale 300 y hacer “del dos” vale 500.
A pesar de que la calle parezca que es libre y que no tiene leyes, está llena de códigos que hay que aprender a conocer y respetar, porque el que no cumpla las normas, pailas. En términos generales, los códigos más conocidos en todo Medellín son: agua, que significa policía y 17 que significa a la izquierda. No todas las calles manejan las mismas palabras, todo depende de las dinámicas del sector. Barbacoas, al estar dividida en tres, cada una de ellas maneja su propio lenguaje.
A esta calle no solo se le conoce como Barbacoas, también le dicen la calle del Calzoncillo porque cada una empieza en una esquina formando un triángulo y simulando la entre pierna de los hombres. Otros le dicen la Calle del Pecado porque desde su fundación ha sido testigo de innumerables pecados.
Pecados y nombres que tal vez ya muchos ni siquiera recuerdan porque como en 1948 ya lo pronosticaba Lisandro Ochoa en su libro Las cosas viejas de la Villa de la Candelaria, nos hemos olvidado de los nombres típicamente usados y “en la actual ciudad que ha crecido de una manera asombrosa, apenas nos damos cuenta de quién vive al lado; y cuando preguntamos a alguien en dónde reside o trabaja, nos contesta simplemente “en la carrera tal, o calle cual…. número tal”. Apenas los viejos citamos hechos y casos sucedidos en las calles de “El Calzoncillo”, “El Guanábano”, “El Chumbimbo”, etc, nombres que desde niños escuchábamos familiarmente y de los cuales es conveniente referir su origen”.
Barbacoas, ha sido una calle manchada por la violencia. Una calle que en los años 80 tenía un muerto diario en sus andenes. Una calle a la que se iba para cuadrar las cuentas sin Dios ni ley. Una calle manchada por sangre, miedo y horror. Una calle que tiene el título de aquella donde ocurrió una de las peores masacres al partido comunista en Medellín.
Eran las 4:15 de la tarde de 1987, ocho miembros de la Juventud Comunista Colombiana estaban reunidos en la casa JUCO, un edificio de tres pisos ubicado en la primera esquina de la calle El Calzoncillo. Los encargados de la seguridad habían salido a tomar un tinto, mientras que tres hombres armados con pistolas y metralletas aprovecharon para entrar al lugar, reunirlos en la cocina, hacerlos tirar al piso y asesinarlos en un instante. Ese día, en el que sucedió una de las peores masacres a organizaciones de izquierda como la Unión Patriótica, tres mujeres y dos hombres menores de 30 años, sumaron un muerto más a ese mes de noviembre en donde ya iban más de 60 cuadros y militantes asesinados.
En vista de que la policía no hace la suficiente presencia en el sector, los convivir son los que manejan la calle, hacen su propia justicia, cobran sus propias vacunas e imparten sus propias reglas. Debajo de lo que era el Teatro México, en la esquina de la 55A, montaron una panadería y bares que, con ayuda del reguetón y la electrónica sonando a todo taco, les sirve como fachada a los convivir para reunirse allí y cuadrar sus negocios.
La semana de Gallero se va esperando qué cosas trae el día a día. Tres veces por semana se pone su mejor ropa: una camisa de cuadros roja manga larga. Marca el teléfono público y llama a Agustín a preguntarle si ese día puede ir a visitarlo. El Gallero prepara el almuerzo y Agustín por su parte aprovecha para practicar en él cómo tatuar y por eso ya tiene más de 40 tatuajes en su cuerpo que exhibe con orgullo y le cuenta a todo el mundo que su hijo se los hizo.
Ya no consume drogas ni está en vueltas raras gracias a que sus hijos lo rescataron de esa vida, “yo ya me había muerto muchas veces. Morirse es tocar fondo de alguna forma y yo metido en la droga 20 años me morí muchas veces, pero yo ya soy inmortal porque algo mío va en Agustín y Camilo entonces de alguna manera uno no se va”.
Gallero todavía hace parte del paisaje de esta calle, tal vez porque ahí están sus amigos, tal vez por costumbre, tal vez por miedo de salir de allí o tal vez porque la ama. “En el momento tengo una rasquiñita por irme del lugar, de desprenderme y cambiar de punto geográfico. Ya estoy cansado, es la suma de 30 años: muchos dobles, mucha falsedad, mucha muerte, mucha sangre, mucha crueldad, mucho abandono estatal, mucha mala vida”.
Matones
¡No se les olvide, nombre completo y cédula legible si no quieren quedar como NN! Quítense de una vez las camisas para que la fila corra rápido y si algún parcero no ha venido, avísenle porque después no hay tiempo.
En Barbacoas esas eran las palabras que se escuchaban cada noche donde amanecía más de un muerto diario. Por si los mataban y eran víctimas de limpieza social, tenían que marcarse con Sharpie negro antes de dormir para que por lo menos así supieran quién era el que al otro día estaba sumando otro muerto más a las estadísticas de la ciudad.
Hace 23 años Mónica se salvó de que su nombre apareciera en esa base de datos que entre 1990 y el 2002 tenía un total de 55.365 homicidios registrados, de los cuales, la Comuna 10, La Candelaria, aportaba el mayor número de muertes. A pesar de esto, no se salvó de que su cara estuviera en todos los periódicos del país, ya que la policía había logrado por fin encanar a muchos de los que pertenecían a las bandas de ladrones ubicadas en el Parque Berrío y Mónica, con 18 años, fue una de ellas.
A los 13 años se sentía sola y sin ningún apoyo, así que se voló de la casa porque las hermanas la humillaban mucho y su mamá siempre las prefería y defendía a ellas. Comenzó viviendo en la calle y después de unos meses pagaba pieza en un inquilinato de color amarillo en la primera esquina de las tres Barbacoas. Allí vivió cinco años antes de que la encanaran en el Buen Pastor.
“La Ratona” fue la que le enseñó la vida de la calle y el robo, eran como uña y mugre, “ella era muy mala, también tenía 13 años y tiraba sacol, se daba puñaladas con el que fuera y eso se le paraba hasta a los hombres”. En Barbacoas no solo dormían sino que también se escondían luego de que hacían las fechorías, se sabía que ahí “uno estaba seguro de los tombos” porque por allá nadie se atrevía a meter.
Es por esto que a finales de mayo del 2003 la Alcaldía de Medellín hizo la primera intervención militar más importante del sector. La primera Barbacoas ya llevaba más de 15 años como una de las peores ollas de vicio del país y un sitio de tolerancia. Tenía uno de los índices más altos de delitos y prostitución.
Los agentes de la estación Candelaria fueron los encargados de la operación al mando del capitán Ubaldo Alfonso Díaz Silva, en donde por más de 6 meses se bloqueó el paso con vallas y policías las 24 horas del día.
Fueron capturados expendedores de droga y se cerraron 16 establecimientos abandonados que estaban dedicados a antros de drogadicción. El problema fue que a la policía, manchada por la corrupción, la compraban muy fácilmente para que permaneciera callada y no denunciara lo que seguía pasando en esta calle. Además, ellos mismos se quedaban con el dinero que le quitaban a los vendedores de droga.
La presencia de militares se fue yendo del sector pensando que habían logrado cambiar la cara de Barbacoas. En periódicos como el Colombiano ya aparecían titulares como “Antros de Barbacoas ya no tienen huéspedes” y se creía que la apariencia de la calle había cambiado. Y sí lo hizo, pero solo por unos cuantos meses.
Al cabo de un año Barbacoas había vuelto a ser lo que llevaba siendo por más de 15 años. Los hoteles, residencias y hasta carnicerías eran utilizados como fachadas del sector para los expendedores de vicio.
Fue entonces como en el 2013 el presidente Juan Manuel Santos ordenó la erradicación de las 24 peores ollas de vicio del país, en donde Barbacoas entraba en los primeros lugares y con gran fama nacional. En Junio de ese año se realizó uno de los operativos más fuertes en el sector donde hubo presencia de policías por más de 40 días.
Fueron erradicadas 10 ollas de vicio y 42 personas capturadas por porte, tráfico y fabricación de estupefacientes, de las cuales se incautaron 13.813 dosis. El comandante de la Policía Metropolitana General de la época, José Ángel Mendoza Guzmán, le dijo al periódico ADN que “extrajeron toneladas de desechos humanos e inmundicias, encontramos carne tirada en medio del estiércol de animales y seres humanos, que luego la recogían, la ponían sobre una parrilla y la vendían a los ciudadanos”.
Se creyó que se había erradicado la prostitución infantil aunque esta se trasladó a lugares aledaños. Sellaron con ladrillos todos los antros, expendios de droga y bienes cuyos propietarios habían sido amenazados y obligados a que salieran. En total se intervinieron 117 locales, de los cuales 16 quedaron en extinción de dominio.
Quitaron a más de 300 transgénero del sector, pero no se preocuparon por su bienestar ni en hacer un plan integral. No se intervino lo que era realmente importante: las personas y los habitantes de esta calle. Se creyó que poniendo policías y cerrando expendios de droga el problema se iba a acabar de nuevo, pero a pesar de que se “tranquilizó” un poco, hoy en día, por la primera Barbacoas, siguen transitando delincuentes, consumidores de drogas, habitantes de calles y prostitución por parte de la comunidad LGTBI.
Se pretendía que después de esto, la calle fuera un lugar de tranquilidad para vivir y trabajar pero como dijo el antropólogo, experto en conflicto urbano, Gregorio Henríquez para el periódico El Colombiano: “quedaron unos edificios que fueron sellados con adobes, los pintaron y les pusieron dibujitos en la fachada, pero el sector quedó como estaba”.
Un día el director de cine Víctor Gaviria le propuso a Mónica y a “La Ratona” grabar una película inspirada en la vida de ellas. Esta se llamaría “La Vendedora de Rosas” y mostraría la vida en la calle y cómo cogían a la gente “de quieto” para robarles las cadenas de oro, anillos, billeteras y todo lo que tuvieran de valor. Ellas aceptaron ser las protagonistas de la película e iban todos los días a ensayar a una casa por Lovaina.
A pocos días de empezar a grabarla, mataron a “La Ratona” y a Mónica la metieron a la cárcel, por lo que tuvieron que buscar a otra persona que protagonizara la película aunque no estuviera inspirada realmente en ella.
Esos tres años que estuvo en la cárcel le sirvieron para reconciliarse con la mamá y las hermanas porque la mamá no paró de buscarla, “me marchó todo ese tiempo y uno tiene que perdonar a la mamá”. Cuando salió, quedó embarazada de su primera hija y se alejó del mundo de la calle por un tiempo hasta que le mataron a su gato, con el que ya tenía una niña de 3 años y otra en camino.
La volvieron a coger robando y ya la iban a volver a encanar pero le tocó la misma juez que la había condenado la primera vez y Mónica le rogó que le diera otra oportunidad. La juez aceptó pero le dijo que si la volvían a coger le metía 10 años. Fue ahí cuando Mónica se prometió que iba a salir de esa vida. Desde ese momento no le volvió a quitar nada a nadie.
Nunca tiró sacol, pero fumaba mucha marihuana y le encantaban las pepas, especialmente las Roches blancas. A pesar de esto, no robaba drogada porque sentía que la estaban persiguiendo y no le permitía estar lo suficientemente atenta.
Hoy en día en Barbacoas se puede encontrar pepas, bazuco y marihuana. Las “bombas” son paquetes de a 20 cigarrillos y por cada uno el jibaro se gana siete mil. Cada cigarrillo de Cripy es a dos mil y el paquete lo venden a 40 mil pesos. Esa, al ser marihuana modificada químicamente, da más sueño y hambre. La marihuana sin alteraciones químicas se consigue a mil pesos el cigarrillo.
Hay alrededor de cuatro vendedores por jornada, se turnan unos en la mañana, en la tarde y otros en la noche. Todos los conocen, se respetan sus plazas, son panas y nadie les pone problema porque todos los policías están pagos. A ellos se les paga una vacuna para que no digan nada y solamente tienen que parar a hacer el visaje porque a todo el frente hay un poste con una cámara.
Las pastillas de Rivotril las venden a dos mil aunque en la farmacia, por ser una medicina psiquiátrica, con fórmula vale 300 pesos. Esa es la famosa pastilla de la violación porque hace que la persona no se acuerde de nada. También la consumen para no tener conciencia ni juicios morales (los poquitos que les quedan) y así poder ir a delinquir sin remordimiento.
El Perico es a cinco mil pesos. Es cocaína de muy mala calidad, se compra la bolsa que trae una piedra para luego ser triturada y de ahí sacar el polvo que se va a inhalar. Pero ya se está vendiendo más el Tusy que es metanfetamina con cocaína, vale 60 mil, es rosado, lo venden bajo nombres atractivos como Peter Pan o Robin Hood y es especial para que los jóvenes aguanten las rumbas por más de tres días.
A mil pesos se puede comprar el bazuco. Este es degradante, da taquicardia, paranoia y como el efecto dura tan poquito la persona no es capaz de dejar de fumar hasta que se dispara y queda como electrónico, con movimientos involuntarios.
El papá de la tercera niña de Mónica se la pasaba en las ollas de vicio de Barbacoas. Podía durar más de un mes allá metido sin salir. Era “como el Bronx de Medellín”. Más de 30 ollas de micro tráfico en una sola cuadra. Una vez Mónica fue a buscarlo y lo vio allá tirado, acabado, drogado por completo y cayó en la cuenta que “ese man” no le daba un futuro y que él no la merecía a ella ni a sus hijas. Esa fue la última vez que lo volvió a ver.
Se fue para el puesto de papas que su papá siempre había tenido en Carlos E. Restrepo para suplicarle que le diera trabajo. Estaba cansada de la vida que había llevado todo ese tiempo y le prometió que nunca más lo iba a defraudar. Y así, con una carreta llena de papas, mangos y piñas ha logrado sacar a sus tres hijas adelante.
Ahora vive con sus hijas en San Cristóbal, en una casa que les dio el gobierno luego de que el invierno le tumbó el ranchito que tenían, “es que mi Dios me ha mandado muchas bendiciones”. Las hijas no son de la calle, no consumen y son juiciosas. La mayor, de 19 años, ya se graduó y está esperando el otro semestre para hacer una técnica en el Sena y las otras dos, de 17 y 11 años, están estudiando.
Ellas no saben quién fue Mónica en el pasado. Solo saben que tienen una mamá trabajadora, luchadora, que las ha criado sola y que todos los días arrastra una carreta muy pesada desde donde se la guardan en Barbacoas hasta Carlos E. Restrepo, “porque los hijos sí lo hacen cambiar a uno. Qué vergüenza que mis hijas se enteren de lo loca que fui y de todo lo malo que uno hizo”.
Broncas
“Mor, yo no soy drogadicta, pero eso depende de la chica que sea y la calle es complicada. En el centro hay gamines, hay ladrones y nosotras mismas también peleamos entre nosotras, por feas, por bonitas, porque no conseguimos, porque sí conseguimos clientes, por todo. Uno tiene que estar a cuatro ojos con la gente.”
Sofía tiene 19 años y desde hace dos años llegó a la Barbacoas 56A, ahora hace parte de las trans de esta calle. Tiene una peluca que hace que su pelo se vea largo y mono, un brasier rosado de flores, unas mayas negras que dejan ver la piel de sus piernas, una falda corta y pestañas largas. Sueña con operarse los senos en dos meses y luego la nariz y los pómulos y hacerse tratamientos para que su pelo le crezca más rápido.
Desde hace más de 20 años están ubicadas detrás del que era referente de los ochenta, el Teatro Capítol, antes llamado Diana y después El México en donde ponían inicialmente películas de Cantinflas y otros reconocidos. Después pasó a ser una sala X de películas porno, ahora solo queda el recuerdo de este lugar que ya está lleno de máquinas de coser. El sonido de mariachis se cambió por el sonido de los motores que estas producen. Pasó de espectadores a chicas trans desfilando de esquina a esquina para mostrar sus atributos y ser la que más vende.
Barbacoas seduce a los que van pasando, sin importar el sexo. Es inevitable no mirar los tacones altos, los vestidos ajustados y diminutos, mirar los shows que hacen, escuchar los nombres ficticios y hasta querer adivinar quiénes eran antes. Dylan Alejandro era un chico de Ciudad Bolivar como cualquier otro. Terminó el bachillerato y comenzó a trabajar en una peluquería en donde se dio cuenta que se inclinaba más por los hombres. Comenzó a dejarse crecer el pelo, jugar con el maquillaje de la mamá, simular que era mujer y empezar a llamarse Sofía.
A los meses comenzó a tomar hormonas y decidió volverse chica trans. No quería seguir trabajando en peluquería, el problema es que cuando se es trans los únicos trabajos que se pueden conseguir es o ser peluquero o ser puta. Él escogió ser la segunda.
Cuando Dylan Alejandro se volvió trans llegó a Barbacoas, por ser la única plaza de Medellín declarada para este tipo de mujeres. Para entrar tuvo muchos problemas, había mucha envidia, mucha competencia. Si se quiere ser aceptado hay que rendirles pleitesía a “las madres”, que son las que ya llevan mucho tiempo. Se debe ser su amiga, sonreírles, invitarlas a un trago, darles comisión y hacer lo que ellas quieran.
Con las otras trans es igual o hasta más complicado, porque entre más chicas haya en una misma cuadra, menos trabajo para cada una, por eso cuando Sofía llegó, todas prendieron las alarmas para que no les quitaran la clientela. Las peleas cada vez eran más fuertes y “la gente juzga muy fácil pero de lo que no se dan cuenta es que es muy duro uno pararse acá, no por los hombres sino por nosotras mismas, hay mucha competencia, hay a unas que les va mejor que a otras y eso siempre va a hacer que las peleas crezcan”.
De lunes a sábado, siete horas cada día, se sienta en el bar Las Divas a esperar quién se le acerca. Los jóvenes son los más chichipatos “porque piensan que por ser lindos uno se los va a hacer por cualquier 20 mil pesos”, los más mayores, en cambio, son más generosos y están dispuestos a ofrecer hasta 100 mil pesos por una noche.
Las Divas, desde finales del 2015, es uno de los puntos de encuentro de las trans. Un bar en la parte delantera y una galería de arte en la trasera. Espacio amplio para bailar en el medio y unas sillas organizadas en la barra que permiten coquetear, “este lugar fue hecho para traer algo distinto al centro, para darles un espacio donde no tienen que ir a El Poblado, ni a ninguna otra parte, sino que aquí lo pueden encontrar” dice Miguel, un hombre que vivió por muchos años en Estados Unidos y llegó con la idea de ofrecerle algo distinto a Barbacoas, ahora es dueño del negocio.
Son las seis de la tarde y mujeres como Sofía empiezan a terminar de organizar los últimos detalles para ser la más linda de la calle, una noche que apenas comienza. Pasa un cliente, pasa el otro, decide quedarse con alguna, para el carro y empieza a negociar. No hay tarifas fijas, concluyen un precio, se suben al carro y se van. Al problema que se tienen con las compañeras se le suma el de los clientes “uno cobra como dependiendo del que se le acerque, si es joven o viejo, si se ve que tiene plata o no; pero hay unos que prometen algo y luego no le quieren pagar a uno lo que es”.
Hay personas que piensan que una trans siempre va a ser ladrona, que va a encontrar la manera de hacer que el otro pierda y a la final sacarle todo lo de valor de sus bolsillos, pero no, “eso solo nos toca hacerlo cuando no nos quieren pagar”. Mandarle foto a su esposa, decirle que no puede salir, botar las llaves del carro, llamar a la policía, al conserje o a otra trans son algunas de las tácticas que tienen que utilizar para que les paguen lo prometido. Otras veces terminan en forcejeos “porque pues nosotras tenemos el físico de mujeres, pero obviamente la fuerza de hombres y cuando peleamos, lo hacemos igual que ellos sin importar nada.”
Durante las fumadas del baretico, de las pastillas que se toman para estar “más animadas” y del alcohol que van consumiendo con cada cliente se va prendiendo el ambiente, se van subiendo la falda para que se les vean las nalgas y se van bajando el brasier para que se les salgan las tetas, todo para que sea una “noche estrellada”, de esas donde tienen de siete a ocho clientes y con todos les va bien. Así, sí valió la pena salir a trabajar.
En medio de la noche hay ladrones, gamines que atacan o personas homofóbicas que les tiran cosas, por eso “nosotras mantenemos gas pimienta en el bolso” esa es su arma principal para cualquiera que quiera robarles o hacerles daño.
Las trans están cobijadas por la ley colombiana como cualquier otra persona, están protegidas bajo la Carta Universal de Derechos Humanos y hay precedentes de muchas jurisprudencias que marcan un hito de cómo se debe proceder frente a ellas. Dentro de los Acuerdos de Paz también hay un capítulo donde se les protegen sus derechos.
Se pueden expresar libremente, pueden cambiarse su nombre y comenzar a ser reconocidas ciudadanamente como personas del sexo contrario si lo desean. Pueden ser intervenidas y tomar hormonas para que su cuerpo comience el proceso de transformación que se desea. A pesar de que suene muy bien y hayan muchas leyes protegiéndolas, diariamente sufren de abuso de autoridad poniéndoles problema por cómo están vestidas.
“Nosotras estamos tranquilas trabajando, y hay unos policías que nos la tienen montada, pasan y como nos ven con brasieres y mostrando piel nos hacen multas por exhibicionismo público, es como que se le critique a alguien por el uniforme que lleva, es así como nosotras vendemos”. Una o dos veces por semana, pasan y aquellas que no pueden escapar reciben su multa por trescientos ochenta y dos mil pesos, la deben pagar en un plazo de tres días o sino el valor se les sube y les hacen un proceso judicial.
Según Madelin Clavijo, politóloga que trabaja en el proyecto “Plural” del Centro para la Diversidad Sexual e Identidades de Género de Medellín, lugar que apoya a la población LGTBI y hace válidos sus derechos, cuando esto sucede hay abuso de autoridad con las chicas trans. El problema es que “el marco jurídico existe pero no todo es el marco jurídico, hay que transformar realidades”, por eso, desde el Centro vienen trabajando en la pedagogización con la policía y funcionarios para que no les pongan comparendos, entiendan que esa es su forma de trabajar y que no están incurriendo en exhibicionismo público.
Cuando esto pasa, las chicas trans pueden negarse a pagar y poner una tutela. El problema es que ellas no tienen tiempo de hacerlo porque mientras hacen vueltas durante un mes tratando de ganar la tutela, en dos noches ya hubieran recogido el dinero para pagarla y seguirían trabajando normal.
El Centro para la Diversidad funciona desde el 2011 cuando se volvió obligatorio en Medellín tener un centro que velara por los derechos de esta población. Este se convirtió en un espacio simbólico y de representación para ellas. No solo llevan la oferta institucional a la calle, sino que también las chicas trans o de la población LGBTI pueden ir allí a recibir asesorías jurídicas, asistir a grupos de apoyo, charlas de educación sexual, conversatorios, talleres de sensibilización, foros y cineforos completamente gratis.
Generalmente las chicas toman bien las actividades que el Centro realiza, pero todavía existe un rechazo y recelo por la institucionalidad. Piensan que por ser algo del gobierno es con dobles intenciones, por esto el reto mayor para ellos es generar un lazo de confianza con ellas y que no solo participen cada año cuando la marcha de la población LGBTI termina en Barbacoas 57A y es apoyada por el centro.
Entre peleas con los clientes, peleas con las mismas trans, peleas con los policías, peleas con los ladrones y gamines, pasan las horas, ya es la madrugada y Sofía va terminando su turno de trabajo, va contando lo que se hizo en esa noche y llega a su casa que queda a pocas calles de allí para quitarse la peluca, quitarse el maquillaje, ponerse algo cómodo y poder dormir hasta la siguiente noche que se convierte en otro turno de trabajo.
“Mi familia no sabe que yo por las noches estoy parada en una esquina trabajando y pasando peligro, yo creo que donde se den cuenta me matan, porque quién va a querer que el hijo esté buscando peligro y se esté yendo con cualquier persona que ni siquiera sabe si la quiere matar o algo”.
Entreveros
¡No se vayan con el celular, solo lleven la cédula y 5 mil pesos en el bolsillo para que no les quiten nada si las atracan. Con mucho cuidado que van para una de las peores zonas de Medellín! Esas son las advertencias para ir a la calle Barbacoas 56A, no importa si es de día, no importa si es de noche.
Muchas casas, muchas puertas y muchos colores. Estas características eran las que hace alrededor de 15 años confundían a los policías cuando por esta calle iban corriendo detrás de algún ladrón. Muchas fachadas en las que parecía que no pasaba nada, pero que en realidad por dentro estaban escondidos las ratas de la ciudad, casas que jugaban el papel de laberinto al ser perfectas para todos aquellos que acababan de quitarle algo a alguien.
“Entraban por una, y esa tenía salida al otro lado, entonces cuando menos se daban cuenta el ladrón ya les estaba saliendo por el lado o más adelante. Porque ellos sí conocían bien a dónde salía cada puerta. En pocas palabras, se burlaban de la policía y lo hacían de frente”, nos cuenta El Gallero, mientras recorremos la calle.
Han sido muchas las generaciones que han transitado por Barbacoas, personas que han nacido, crecido y muerto allí. Generaciones en las que todos, de una u otra forma, terminan involucrándose a la vida de la calle. El Estado se olvidó de esta zona, los niños quedaron sin dónde estudiar, sin oportunidades de tener bibliotecas, sin espacios de recreación. Simplemente fueron olvidados, como todas las personas que vivían allí.
Mateo, Johan y Juan Esteban son la primera generación de hermanos que hasta el momento han crecido de manera sana, alejados del vicio y la delincuencia, pero acostumbrados al olor de la droga, a ver prostitutas paradas afuera de su ventana y a ladrones haciendo el inventario de lo que se robaron ese día.
Su mamá trabaja en el centro comercial Mayorca en oficios varios y su papá vende jugos naturales en Barbacoas. El papá, don Armando, sí consume drogas pero según Mateo, “aunque él ya no cambie, por lo menos primero lleva la comida a la casa y con lo que le sobra compra el vicio”.
Les da asco las drogas porque han visto lo que genera en su padre y en todos los que frecuentan a Barbacoas, de igual forma los mismos de la cuadra se han encargado de decirles lo malo que es y que ahí tienen muchos ejemplos para no repetir, porque como dice Juan Esteban, “nunca quiero probar la marihuana, eso como sabe de maluco, eso que tiene más de 4 mil químicos, no muchas gracias”.
Mateo tiene 17, Johan tiene 14 y Juan Esteban tiene 9 años. Sus padres no los dejaban salir no solo por alejarlos de esa vida que les planteaba Barbacoas, sino también porque hace unos años en cualquier momento asesinaban a alguien así fuera a plena luz del día. Por eso les tocó vivir su infancia encerrados en la casa, molestándose unos a otros y mirando en qué se entretenía diariamente.
Para Mauricio Pérez, arquitecto especializado en urbanismo y profesor de la Universidad Pontificia Bolivariana, lo que ha pasado en Barbacoas ha sido un proceso de cambios que se ha ido convirtiendo en un claro ejemplo de gentrificación, en donde Barbacoas, más que otro sector de la ciudad, desde el comienzo ha sido víctima de diversos procesos.
“Desde la creación de la Avenida Oriental, que fue un gran cambio para el centro, estas calles quedaron solas, esto fue de 1970 a 1976, y las sociedades de arquitectos comenzaron a construir, no edificios de dos y tres pisos, sino de oficinas y usos comerciales.”
Barbacoas estaba llena de vida y de gente con mucho dinero, pero luego se sentían ya rodeados de gente normal, de gente sin tanto dinero, de gente del campo que venía en busca de mejores oportunidades. Automáticamente fueron desplazándose hacia otros lugares y esas casas inmensas, con piscinas y balcones, empezaron a ser vendidas. Personas poderosas compraban y las convirtieron en hoteles, de hoteles pasaron a ser hostales y de hostales inquilinatos. Donde el vicio se tomaba cada esquina con mayor fuerza, y no había quién lo controlara.
“Los lotes y casas de Barbacoas bajaron demasiado de precio, cualquiera podía comprar cualquier casa”. La degradación de la zona se dio hasta que la intervinieron y el sector se fue “tranquilizando”. Cerraron las puertas que no daban a Barbacoas, pintaron las fachadas de ocho colores distintos y convirtieron la cuadra en numerosos inquilinatos como la Casa Verde y hoteles. Los ladrones se fueron yendo poco a poco y cada vez fueron llegando nuevas personas (por fuera del mundo de la delincuencia) a habitar el sector. A pesar de esto, los que nunca se fueron de él han sido las chicas trans y los vendedores de vicio.
En este momento está en un resurgir, está volviendo a nacer. En cualquier momento llega alguien con mucho dinero o el mismo Estado, invierte, construye algo dirigido a personas de estrato alto, para que vuelvan al centro y de nuevo sacan a los pobres que están allí, pero, ¿para dónde se tendrán que ir esta vez?”.
Johan y Juan Esteban encontraron en el fútbol un distractor y un camino para alejarse de la vida de Barbacoas. Entrenan tres días a la semana y los fines de semana compiten. Los tres estudian en el colegio San Benito y son los mejores del salón. El año pasado Johan se ganó un concurso de cuento nacional con un cuento sobre la paz, ahora se está leyendo El coronel no tiene quién le escriba y su libro favorito es Cien Años de Soledad de Gabriel García Márquez.
Desde hace muchos años, Gallero alquila el cuarto que sobra en la casa de ellos y se ha ido convirtiendo como un padre para los tres. Cuando eran pequeños y ya todo estaba oscuro en la noche, trataban de asustarlo metiéndole papeles por debajo de la puerta donde le decían que el chupasangre se los iba a comer. Les ha enseñado que el camino fácil no es el mejor y los ha incentivado a ser los mejores en el colegio.
Tres niños que solo conocen Manrique, Robledo, el Jardín Botánico, el Parque Explora, el Parque arví y el Museo de Antioquia; pero que sueñan en grande, se sueñan triunfando, estudiando en una universidad, siendo profesionales, aprendiendo varios idiomas, consiguiendo un trabajo y viviendo en Robledo al lado de la casa de una tía.
Amores
Viernes, diez de la noche y los balcones estaban llenos, salían personas de los bares, y ellas seguían cantando, invitaban a todos a hacerlo. Una donación, 500 pesitos y daban una hoja con todas las canciones. De repente ya no eran las quince mujeres que comenzaron a cantar del grupo Batukada, ya era toda la calle la que se movía al ritmo del pam, pam, pam de las canecas metálicas que hacían de tambores.
“Todo aquel que piense que el amor es heterosexual, tiene que saber que no es así, que en la vida hay otras formas de amarnos”, cantaban 15 mujeres en la calle Barbacoas 57A. A todo pulmón, reunidas en círculo, acompañadas de los movimientos de su cuerpo, saltando de aquí para allá y haciendo show de ula ula, estas mujeres, todas lesbianas, cantaban, o más bien protestaban con todo el corazón las injusticias que reciben por cuenta de la discriminación.
Mientras ellas cantaban, algunos de los que iban llegando se iban uniendo a su música, otros llenaban las mesas de los bares gay de la cuadra. El Machete fue uno de los que primero se llenó. Un bar grande, de color amarillo y azul, con lucecitas de navidad, cuadros de Chaplin, paredes pintadas con puntos que alumbran y una araña gigante colgada en el techo que está allí desde que la hicieron para celebrar un halloween hace 30 años.
“Pero Oscar, ese negocio tuyo sí está muy bueno, eso es un machete”, eran las palabras que siempre le decían a Oscar Gómez sobre el bar del que era dueño en Envigado. Cuando en 1983 tuvo la oportunidad de invertir y comprar un local en Barbacoas, se puso a pensar en qué nombre colocarle al bar, para este, solo se le ocurrió recurrir a la frase que tanto le decían en Envigado y bautizar al local con el nombre de El Machete.
En esa época la calle era muy sola, eran puras calles desiertas con excepción de que al frente había un negocio que se llamaba Las Dos Guitarras. Ellos dos se hacían la competencia hasta que lo cambiaron por uno que se llamó El Paisa, pero ya era una clientela muy diferente. La de El Paisa era mucho más peleadora y por eso todos preferían irse para El Machete, porque en cambio allí si alguno peleaba no lo dejaban entrar hasta que se cumplieran quince días de castigo.
Empezó siendo un bar con una población “normal”. En esa época no existía ni la palabra gay, se les decía soso, torcido o marica. Era un tema tabú, algo de lo que muy pocos se atrevían a hablar y mucho menos expresar libremente. Después de cinco meses comenzaron a llegar estudiantes de varias universidades que pertenecían a la población LGBTI, como al lado del lugar había un árbol ellos aprovechaban para esconderse detrás de él para darse picos y salir corriendo hacia El Machete sin que nadie los viera. Poco a poco se fueron normalizando estas prácticas y volviendo a El Machete como su propio espacio de expresión.
Sin prejuicios, sin juzgar a nadie y con meseros jóvenes y alegres El Machete fue conquistando a esta población. Población que hace 83 años morían de ganas por tener espacios como este en la ciudad. Con el pasar de los años Medellín empezó a reconocer este sector como una zona gay declarada y así terminaron llegando a Barbacoas los que la querían así, torcida, torcida como ellos.
Han sido cada vez más las luchas que la población LGBTI ha tenido que emprender. Desde luchas sociales y de aceptación hasta jurídicas. Ahora existen muchas leyes y se han conseguido varios logros para los homosexuales, como la protección legal contra la discriminación, protección legal de pareja, derechos reproductivos y de adopción. A pesar de esto, todavía existe mucha homofobia y desconocimiento de las leyes que cobijan a esta población, por lo que ha sido, es y tal vez seguirá siendo una lucha constante por la aceptación.
Varias de estas leyes, aunque estén amparadas por un marco jurídico, aún siguen siendo tabú. Los ciudadanos continúan viéndolo como algo raro. Por esto la población LGBTI ha tenido que buscar lugares para reunirse, lugares en donde puedan ser ellos mismos. Esto es lo que precisamente han encontrado en Barbacoas, la calle que les ha ofrecido transparentemente ese amor y esa oportunidad para que las paredes escuchen las frases de amor, vean los besos y abrazos que se dan.
“Pongo en la calle mi revolución. Vengo a cantar libertad, las mujeres juntas vamos a luchar.” De fondo siguieron cantando las mujeres de la Batukada. Mujeres de todas las edades, todas las estaturas y todos los colores. Mujeres que luchan para que la sociedad no las juzgue, para que no las persigan, para que las vean como personas “normales”. Es un grito de reclamo que aunque en Barbacoas 57A esté políticamente aceptado y socialmente entendido, en el resto de la ciudad y del país, ha estado censurado por siglos a pesar de que actos como estos no están prohibidos en el país desde que entró en vigor el decreto 100 en 1980.
El Machete se volvió el referente de bar gay en la ciudad, especialmente después de que una periodista le hiciera propaganda “diciendo que en una calle de maricas había un negocio de maricas que dejaban basura afuera”, esto, en lugar de crear mala fama, le permitió a la población conocer que existía un lugar para aquellos que se interesaban por una pareja del mismo sexo.
Por otro lado, los domingos hacían jornadas de microfútbol de mujeres y “eso se volvió famoso, fue como donde nació el fútbol femenino y todo el mundo venía a verlas”, gracias a esto El Machete iba cobrando cada vez más prestigio y reconocimiento en la ciudad.
Aquellos que todavía no estaban seguros si salir del closet o no, iban a Barbacoas 57A a mirar qué se sentía, a desahogarse con “sus iguales” y a tratar de descubrir cómo era el mundo de esta población, hasta el momento desconocida para ellos. Fue así como con el paso de los años fueron llegando nuevos dueños y abriendo diferentes bares para todo tipo de gustos sexuales y de música. Por esto, la calle Barbacoas, entre la avenida Oriental y la catedral, desde 1985 se ha convertido en el el punto de encuentro gay de la ciudad, en la ahora llamada: “zona rosa de los gays”.
En esos años, cuando era un barrio prestigioso, a esa callecita llegaban los policías persiguiendo a los gays. Entraban a El Machete para sacarlos de allá, pero a la final los policías terminaron entendiendo, la sociedad también fue dejando un poco más los tabú y la calle terminó teniendo otros bares. Convirtiendo a El Machete en uno de los bares gay más antiguos de la ciudad.
En el 2016, luego de que se intervinieron las otras dos Barbacoas, a la 57A la llenaron de grafitis y murales artísticos referentes a la cultura LGBTI. La transformación estuvo a cargo del Colectivo Galería Urbana luego de haber sido invitados por la Secretaría de Cultura y la población que frecuentaba el lugar. Fueron 10 aristas los encargados de participar y llenar la calle de color y de símbolos propios.
A cada bar le pintaron una imagen diferente, desde frases sobre la discriminación que sufre la población hasta flores que parecían vaginas. Cada uno representado por un color diferente de la bandera gay, ya que cada uno tiene un significado diferente. Rojo simbolizando la vida. Naranja simbolizando la salud. Amarillo simbolizando la luz del sol. Verde simbolizando la naturaleza. Azul simbolizando la armonía y serenidad. Violeta simbolizando el espíritu humano.
Actualmente, desde la Gerencia del Centro se tienen varios planes para que esta calle, y toda Barbacoas en general, avance y sea vista con otros ojos. Que a los ciudadanos ya no les dé miedo pasar por allí, que la calle vuelva nacer. Muchos han sido los que han querido volver a pintar a toda la Barbacoas de grafitis y murales. A pesar de esto, Pilar Velilla, gerente del centro, quiere bajarle la agresividad a esta calle. Se la imagina pintada con las paredes en colores pasteles, los balcones llenos de flores, las fachadas con enredaderas, las aceras más amplias y repletas de jardines.
Quiere convertirla en una calle peatonal donde cada negocio pueda utilizar el espacio público para sacar mesas y sillas y se puedan realizar ferias con toldos. Se la imagina un punto turístico al estilo ciudad vieja de Cartagena, donde ningún habitante de Medellín o turista quiera dejar de ir a tomarse una foto.
En ese sentido no solo se estaría interviniendo urbanísticamente sino también socialmente porque eso va a obligar a las personas a empezar a comportarse diferente, a transformar realidades, a generar sentido de pertenencia “y además nadie quiere ensuciar la casa recién trapeada, por eso nadie va a querer volver a dañar a Barbacoas”.
Los planos ya están listos, el dinero ya está aceptado y desde la Alcaldía de Medellín se tiene como un proyecto prioritario para este año. “Ya solo faltan pulir unos pequeños detalles en el plan para poder ver a Barbacoas con otros ojos, con unos que cambien esta pequeña calle tan torcida y tan olvidada”.
Hoy en día Barbacoas 57A tiene más de ocho bares, en los que suenan distintas canciones y diferentes estilos. Nombres como: Noches Alteradas, Euphoria, Rainbow Bar, Moes Bar, Dreams Shot, Mambos, Kanaha y El Machete son los que adornan las fachadas del lugar. Electrónica, reggaeton, baladas y rock. Música fuerte y suave, para lesbianas o para gays, lugares con luces de colores o lugares oscuros. Un menú amplio para escoger.
Cada uno para distintos estilos, desde hombres ya con canas hasta jóvenes que apenas están empezando a descubrirse. Empresarios con corbata hasta universitarios. De mujeres de vestido y tacones hasta mujeres en moto y tenis. O simplemente grupos de amigos que quieren hablar en medio de melodías románticas, como es el caso de El Machete.
Oscar nunca se imaginó que su negocio se volviera tan emblemático y que mucho menos se fuera a convertir en un bar gay. Ahora cada vez son más los bares gays de la ciudad, pero El Machete nunca pasará de moda. Todavía siguen llegando clientes que estuvieron desde que el bar comenzó, personas que descubrieron su sexualidad tomándose una cervecita en El Machete.
Los que siguieron viendo tocar a la Batukada cantaban, se reían, se abrazaban y algunos se besaban, era la revolución femenina la que estaba allí. Con la bandera LGTBI en el centro del círculo pedían a través de la letra de sus canciones que se les respeten los derechos, que Medellín se vuelva a acordar de esta calle, y que todo ese proceso de transformación pueda comenzar. Por eso de fondo y con el canto de más de 40 personas unidas se escuchaban frases como “vamos a luchar por la libertad, vamos a luchar por la dignidad.”
La verdad el artículo es cero incluyente, siento que se refiere de manera descontextualizada de cierto tipo de poblaciones, no me gustó para nada.