Entre ladridos y aullidos
- Sara Toro Ramos
- 4 jul 2018
- 8 Min. de lectura
La historia de los mayordomos y encargados de vivir en un Hogar que alberga más de 180 perros y 60 gatos. Animales que se convierten en sus hijos y en una de sus razones más importantes para abrir los ojos cada día y hacer algo que le "aporte" al mundo. No es tarea fácil para nadie, implica sacrificios y una gran pasión.

A medida que Teresa era arrastrada por una colina de cinco metros, a punta de mordiscos la despedazaron, le partieron cada hueso y le arrancaron cada centímetro de piel que le quedaba intacto. Más de cien perros y una sola presa.
Como todos los días, el paso de los gallinazos por el Hogar no daba espera. Era la hora de juego de aquellos 180 perros, pero Teresa, estaba decidida a cazar a alguno ese día. Llegó el tiempo de la persecución. Dos perros más se le unen al correteo, el resto de la manada asume que a la que están siguiendo es a Teresa y el ataque comienza.
Los ladridos y chillidos fueron aplacados por la fuerte lluvia. Francisco corre al patio para entrar a los animales, se da cuenta de lo que está sucediendo. Baja la montaña en medio de resbalones y casi que rodando. Intenta coger a Teresa pero los perros no la soltaban, ya no se movía, solo se quejaba y estaba entregada a morir.
Después de luchar y luchar consigue que suelten a la perra, la sube en sus brazos, trata de calmarla y de sanarle la herida de más de 25 cm de ancho y 40 cm de longitud que le partía su cuerpo en dos. Los pronósticos de Teresa no eran buenos.
- Reunión familiar, dijo Francisco.
- Mijo, ¿qué pasó? ¿Está enfermo?, contestó, Ángela, su esposa.
- No amor, pero esperemos a Santiago para que hablemos.
- ¿Qué pasó papi?
- Me están ofreciendo una mayordomía en un albergue con 60 perros y gatos.
- ¿Cómo? ¿Es en serio?, qué rico amor.
- Papi usted sabe que yo amo los animales, obvio dijo que sí, ¿cierto?
- Primero tenía que consultar con ustedes, porque queda en la Loma del Choco, sería una vida muy diferente a como vivimos ahora a una cuadra del parque, eso por allá es puro monte.
- No importa, papi, hágale de una.
Francisco laboraba en la Secretaría de Medio Ambiente de Envigado y a pesar de que a sus 54 años nunca había trabajado con animales, desde pequeño, gracias a su vida campesina, desarrolló un gran amor por ellos que ha venido creciendo desde hace seis años que está en el albergue.
Criollo, Pastor alemán, Labrador, Criollo, Golden retriever, Bulldog, Salchicha, Criollo, Pug, Border collie, Frespuder, Criollo, Bulldog francés, Boston terrier, Beagle y Criollo son algunas de las razas de perros que llegan al hogar tras ser abandonados, maltratados, macheteados, violados o en condiciones de vulnerabilidad. Allí se recuperan, se les da una vida más digna, amor, atención, cama y comida diaria hasta que alguien llegue a adoptarlos.
Son las seis de la mañana y los cinco colaboradores llegan al albergue. Se toman un tinto mientras conversan y al escuchar los ladridos saben que la hora de empezar con las labores ha llegado. El Burro es tal vez el único perro que sigue durmiendo, esa es su vida, dormir, dormir y dormir. Se la pasa echado y con pereza hasta cuando los sacan a jugar al patio.
De camisa manga larga beige con mangas azules, blue jean, botas pantaneras, gorra y tapabocas abren las 25 perreras de alrededor de ocho perros cada una. Todos salen a orinar y a hacer popó. Mientras tanto, Francisco y los colaboradores recogen el pelo, echan las cobijas a la lavadora y hacen un prelavado con agua.
El fogón se prende, es Emilio calentando el agua para cocinar el caldo de morcilla, jamón, mortadela o salchicha para seguirle los caprichos a los viejos, enfermos, cachorros y remilgados que para comer necesitan sentir un poco de carne o que el cuido esté remojado y caliente.
Riqui siente el olor y mueve la cola, ya sabe que por ser su consentido tendrá el pedazo de carne más grande y hasta arroz. Se demora casi todo el día alimentándose por su paladar hendido, aunque esto lo salvó de que cuando lo secuestraron del albergue, se dieron cuenta de su problema y, por no querer encartarse, lo soltaron. Emilio pudo rescatarlo de nuevo después de que lo dejaron tirado en la carretera.
Emilio llegó al albergue desde hace tres años renunciando a una administración de una finca de café en Andes, prefirió trabajar ejerciendo la técnica de veterinario que había estudiado y estar rodeado de animales. Desde hace tres meses es el segundo mayordomo del Hogar y el encargado de la salud de los perros junto con otro veterinario que va cada quince días.
Saca la lista de perros, prepara las medicinas y las mezcla con la comida, entre ellas las de Teresa que después de unos meses se ha ido recuperando y aunque la tuvieron que pasar para la perrera de los vulnerables por los traumas, se ve feliz.
¡Ya está listo, hora de comer! Los perros miran a Emilio y salen corriendo a sus perreras, como si entendieran lo que esas palabras significan. Muy pocos son los que tienen que ser incentivados por los colaboradores para ir a sus casas. Se cierran las puertas. Esta vez la perrera donde están los lideres Fichu y Wilson es la afortunada en comer de primera.
Tres minutos comiendo. Siguiente perrera. Seis minutos. Siguiente. Cuatro minutos. Siguiente. En la cuarta Francisco no tuvo tanta suerte, le tocó esperar 12 minutos a que acabaran. Los ladridos no paran, los últimos están esperando su comida y solo se alimentarán después de que los trabajadores se aseguren que todos los de la perrera anterior comieron. Tres bultos de cuido, de 22 kilos cada uno, devorados en menos de una hora.
Pachito no quiso comer, hace una semana se lastimó la pata en una enredadera y desde eso anda cojo y con baja energía. Emilio le toma la temperatura, todo parece normal. Mira la programación y se da cuenta que hoy es día de visita de la etóloga y veterinaria, anota en la planilla: “revisar a Pachito”.
Criollo, Siamés, Persa, Bengala, Criollo, Burmés, Siberiano, Bobtail y Criollo son algunas de las razas de los 60 gatos que están en el albergue luego de haber sido recogidos de la calle. Francisco les da vuelta, cambia las aguas y limpia los areneros. A diferencia de los perros, tienen comida las 24 horas al día.
Roberto escalando, Manchitas en el techo, Croquis comiendo y Amaretto jugando en unas ramas enterradas; el resto de los gatos hacen lo mismo día y noche esperando a que alguien los adopte. Al frente hay otra gatera donde se encuentra Felix y otros 20 gatos, pero ellos, a diferencia de sus vecinos, se la pasan acostados en los techos y sin mucha energía debido a la leucemia. Allí permanecerán hasta que den el último suspiro.
Los ladridos no cesan. Suenan rejas, aullidos y chillidos; la manada quiere salir a divertirse pero es tiempo de que los trabajadores desayunen. Media hora de relajación y descanso. Se sientan en “el mirador” y conversan mientras destapan sus cocas con el menú del día: huevo, calentado y arepa.
Tocan el timbre. Una familia con dos hijos en busca de Michael. Es el turno de un perro criollo, cachorro, color miel y de ojos grandes que había sido abandonado por la Loma del Escobero. Llegó triste, lleno de parásitos y ahora sale corriendo en busca de sus nuevos dueños, no deja de saltar, mover la cola y tirarse de panza para que lo acaricien.
Ángela se despide de él y desde lejos, con el corazón arrugado, se queda viendo cómo sale uno de sus 180 hijos aunque también se siente feliz y plena de ver el cambio tan grande que lograron en él. Michael la mira, mueve la cola y se voltea. No es el primer ni último hijo que se le va.
Siempre ha sentido un gran amor por lo animales. Cada que veía un perro en la calle lloraba y le pedía a Dios que le diera plata para comprar una finca y poder tener muchos animales. Dios no le dio plata pero sí la posibilidad de vivir y trabajar en un albergue con 180 perros y 60 gatos.
No le importa que su esposo sea un trabajador de 24 horas, seis días a la semana, sin vacaciones fijas ni descansos asegurados. Para ella, más que el millón ochocientos que se ganan, lo más gratificante es compartir con los animales. Ya no es un trabajo, es un estilo de vida.
Antes vendía Yanbal, Avon y tenía negocios en el Hueco de pañaleras; le apasionan las ventas pero no tanto como los animales y por eso se siente completamente feliz y orgullosa del albergue. Al principio, no había más trabajadores y le tocaba hacer todo a Francisco y a ella. El estrés era constante, a su cargo estaban alrededor de 20 perros pero Antonia, una Bulldog francés, tenía como vicio cavar un hueco al lado de la malla y por ahí se le volaban todos. ¡Chocolate, Pepito, Motas…vengan para acá me hacen el favor!
Yenny… porque así se llamaba una trabajadora.
Lupita… por sus ojos.
Motitas… por el color.
Wilson… por un compañero.
Coffe… por loco.
Mamasegovia…por ser del municipio de Segovia.
Mocca… por plaga.
Mocho… por faltarle un pie.
Beatriz…por tener el pelo como un alambre.
Lina…por haber sido recogido en la vereda Santa Catalina.
Todos los 180 nombres tienen un porqué y solo se repite Sombra y Luna. Peper y Danger, al ser los más necios del Hogar, son los nombres que más se pronuncian al día. Para Ángela, Timón y Motas son sus preferidos aunque nunca va a olvidar cuando Zorrilla también vivía con ella pero la tuvieron que volver a meter a la perrera porque siempre se volaba.
Siguen los ladridos. Llegó la hora feliz de toda la manada. Abren las puertas y los sacan al patio de juegos mientras los trabajadores hacen el aseo profundo de cada perrera.
Los territoriales, aunque pequeños en tamaño pero no en agresividad, se ubican en la puerta del patio viendo a quién dejan pasar. A su lado se hace otro grupo que, aunque no compagina con los líderes, no se meten con nadie. En la otra esquina se hacen los perezosos que solo duermen. Diagonal a ellos se ubican los que les gusta tomar el sol y cavar huecos. Y por todo el patio están los necios que molestan, corretean y de vez en cuando pelean.
Las lágrimas de Francisco no faltan cada que se forma un “conato” o pelea, porque “eso es como ver que están masacrando a un hermanito” y mucho peor cuando son más de 100 perros encarnizados. Cientos de dientes clavados en el cuerpo de un perro, sangre, ladridos, quejidos y solo un hombre tratando de separarlos. El ataque a Mamasegovia fue la primera pelea que presenció. Imágenes que nunca olvidará.
Cuando Morgan llegó, tenía la cabeza totalmente necrosada por adentro, lleno de gusanos, comido por la sarna, el hocico desfigurado, no se le distinguían los ojos y no era capaz ni de abrirlos, se arrastraba y supuraba materia. No entendía lo que pasaba, estaba arisco y asustado. Era la primera vez que llegaba al albergue luego de haber sido abandonado en una carretera en el oriente. Le clavó sus dientes a Francisco y le trasmitió Leptospira.
Duró un año en tratamiento, vivía con diarrea, malestar general y estaba a punto de perder la vista. Se asustó, pero nunca dudó en seguir en el albergue, para él es un deleite poder compartir con los animales, le llena el corazón y la vida.
Perreras estregadas con agua, hipoclorito y jabón, camas organizadas y con cobijas limpias, cocas llenas con agua fresca y el popó en grandes tanques de compost…tareas terminadas, todo indica que las labores del día han finalizado. ¡Todos adentro, es hora de dormir! Encierran a los perros, hacen conteo y los trabajadores se van. Emilio y Francisco se quedan allí, ellos no han terminado, nunca terminan.
Tobby, uno de los más pequeños, comienza a aullar y el resto de la manada en cuestión de segundos continúa. En el día lo hacen constantemente y en la noche no puede faltar alrededor de dos veces. Cuando llega un cachorro nuevo es trasnochada fija dos o tres días porque ladran, mueven la reja y despiertan a la manada y la gatera.
Por fin hay silencio en el albergue. Los perros y los gatos están durmiendo. Francisco, Ángela y Emilio pueden descansar. Todo parece en calma, no hay ruidos. Tres de la mañana. Llega la lluvia. Ángela abre sus ojos… ¡Amor, la comida de los gatos se está mojando!
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